miércoles, 22 de julio de 2009

La perdió, pero ganó...

En agosto, el 13, Manu, mi primer hijo, cumplirá seis años. Pinta sus días de infancia de ratos alegres. Pero ayer la pasó mal. El enano me llamó al celular, y llorando me dijo: papi, me duele la muela, parece que la perderé. La tarde se me iluminó, la joda del trabajo de pronto se aligeró, y me alegré porque el “Chucky” compartió conmigo su dolor, me empaquetó algunas lágrimas para llorar con él. “No sé si pueda resistirlo papá”, insistió Manu, acorralándome contra la pared, y apurando un consejo que calme la odisea del primer diente perdido.
Había pasado bastante tiempo desde que a mí me sucedió, y la experiencia más cercana era la de mi hermana menor que ahora tiene veinte años. En un segundo -a lo Oliver Atton de los Supercampeones cuando va a disparar el tiro con efecto- recordé que mi mamá con caricias en mi cabeza se limitaba a consolarme cada vez que veía disminuida mi dentadura de niño, mientras mi papá que hacía notar que a diferencia de otras cosas que perdemos, aquellos dientes volverían un tiempo después.
Traté de remedar la receta de mis viejos, que entiendo surtió mediano efecto conmigo. Pero a Manu, poco le importaba si su diente volvería, simplemente no quería despedirse de él. Y no es que le tuviera aprecio a aquel diente en agonía, sino que le aterraba la idea que en el colegio sus compañeros de clase lo jodieran por el extravío involuntario de su muelita.
Las vacaciones forzadas por la gripe AH1N1 aplazarían la joda por una semana más, pero Manu tenía razón: en algún momento, uno de esos niños despiadados advertiría que el flaco perdió el diente, e inventarían una joda quizá más ingeniosa a la antiquísima Cindy (de sin dientes) o cierra la ventana (por la apertura en la dentadura). Era inevitable ser el blanco de las burlas en el aula donde Blanca Nieves o el Oso Pooh, pegados en la pared del salón, podían hacer poco por rescatar a Manu de la avalancha de jodas fabricadas por manos pequeñas.
Es cierto, con Manu tenemos diferencias de ideas, centradas básicamente porque él -con un criterio obtuso e infantil- decidió ser hincha de la U, y yo soy aliancista a morir. Pero en lo que coincidimos es en que nos amamos hasta la eternidad, y quizá, un poquito más allacito. Y por eso, no podía sumarme a la burla, y hacer leña de la muela caída. Tenía que inventar algo y rápido, porque Manu oía mi silencio responderle por el celular.
“Papá, estas ahí”, preguntó Manu, recriminando con delicadeza mi ausencia en la conversación. “Sí, mi amor”, respondí. “Y qué hago con el dolor de muela, no quiero que me la saquen”, dijo, volviendo al ataque de las preguntas. Así que recurrí a la historia del ratoncito, ese personaje cómplice que a cambio de llevarse el diente de tu hijo le ofrece al inocente embaucado, algo de dinero para no alargar el llanto. Lo jodido de este trueque es que es financiado por los padres.
Con Manu aún preocupado por su destino en las próximas horas, me dediqué a explicarle -a través del celu- la negociación que haríamos con el ratoncito, y el aporte que debía hacer, como una suerte de inversión que luego recuperaría con creces.
“Escucha con atención rey: Es cierto que cuando pierdas tu muelita, te dolerá, pero hay una buena noticia”, le dije a un intranquilo Manu. ¿Qué?, preguntó. “Cuando se caiga tu diente, podrás colocarlo bajo tu almohada al momento de ir a dormir, y al despertar al día siguiente, encontrarás algo de plata que un ratoncito te dejará a cambio de tu muelita que se llevó”, le dije a Manu, procurando no obviar ningún detalle sobre el trato con el roedor invisible. “Ok papi”, sentenció Manu.
Al llegar a casa por la noche, Manu me recibió con una sonrisa distinta, a lo Chilindrina, sin el diente que lo acompañó por algunos años. Luciana, mi esposa, me narró cómo Manu huía del dolor, cómo se trepaba por las paredes, hasta cuando cayó rendido y perdió el jodido diente.
Manu, atento a la negociación clandestina que hicimos por teléfono, y a la que sumamos luego a su mamá, me mostró el diente que despediríamos antes de esconderlo bajo la almohada. Tomó su leche, se lavó los dientes que sobrevivieron, y camufló la muelita bajo su almohada, no tan al fondo, como para que el ratoncito la encuentre fácil y pueda dejar el billete.
Con Luciana, por la madrugada, retiramos la muelita mientras el flaco soñaba con vacacionar en el Caribe, y depositamos el dinero como lo habíamos pactado -indirectamente- con Manu. No precisaré cuánto ingresamos a la inaugurada cuenta corriente de nuestro hijo, pero no pecamos de avaros. Sólo espero que este negocio no le resulte rentable a Manu, y no se auto-reviente los dientes para costear sus gastos… Te amo rey.

miércoles, 15 de julio de 2009

Se escapó de llamadas recibidas…

Sara le entrega su celular a Lucas. Le pide que lo cheque. El revisa y no encuentra ninguna alteración aparente. Ella insiste y le pide ingresar a la bandeja de “llamadas recibidas”. Lucas sigue la ruta trazada y al repasar la lista encontró llamadas retenidas, de amigos de Sara, de su padre, de compañeros del trabajo. Y al no ver nada extraño, preguntó qué debía pillar en medio de su sorpresa. ¿Hay alguna llamada tuya?, le preguntó Sara a Lucas. “No”, respondió él. “Que no se repita que pase un día y no me llames”, replicó Sara. Entonces él, para parchar el roche, toma su celular y a un paso de ella, la llama. Sara contesta y atiende el pedido de Lucas de invitarla a salir, a lo que ella responde con una sutil choteada, diciendo que le encantaría, pero “tengo una reunión de trabajo”. Luego Sara partió con una sonrisa dibujada en su rostro de ángel, y con el celular cómplice en la mano.
Pueda que crean que Sara es una mujer posesiva, absorvente, que quiere que Lucas esté siempre al pendiente de ella, que no trabaje, y si respira, que sea por ella. Pero no, no es así. Es una mujer que sintonizó su corazón con el de Lucas, rindiéndose al amor que él le inspira. Sara, ha demostrado con hechos y no palabras, que ama a Lucas, y él, se esfuerza por hacer lo mismo, pese a que la ama con intensidad inmedible.
Moriría en el intento de narrar las infinitas horas de amor e historias intermedias que Sara y Lucas vivieron juntos. Sobreviviré al contarles que ambos empezaron a pellizcarse los brazos, luego a puntearse con lápices en el ojo, y finalmente lanzarse piedras al corazón. De pronto, parieron heridas engendradas por las broncas. Todo cambió. Ya nada era igual.
Recuerdo haberle oído decir a Sara que si Lucas saltaba a un abismo sin paracaídas, ella iba tras suyo y sin alas. O que si a Lucas lo herían de un balazo, ella sangraba. Lucas por su parte, le regaló un mapamundi hecho globo, y le pidió girarlo para luego frenar con su dedo en el lugar en el mundo donde irían a vivir su amor, a solas, lejos de la mierda que los perseguía. Y es que el suyo era un amor imposible por terceros, no por ellos.
La última vez que hicieron el amor, Lucas dejó huir una lágrima. Ella, después de aquella noche, le regaló un abrazo, y le prometió que nunca lo olvidaría, que aunque desfilen algunos otros hombres en su andar por este mundo, él sería el amor de su vida. Lucas se vistió con la tristeza en los bolsillos, porque no volvería a ver el lunar en su espalda.
El primer día después del adiós fue terrible. Ambos querían tomar el celular y llamar al otro. Se contenían. Luchaban contra ellos mismos, y lloraban. Era inevitable no extrañar, era harto fácil recordar, y menos complicado, no sufrir. Se resistían a ser consolados por manos amigas, pateaban piedras y latas mientras caminaban por calles vacías como su corazón que desalojó al amor invasor.
Cumplido un mes desde la lágrima de Lucas, Sara checó las últimas llamadas recibidas en su celular. Lucas no estaba en la lista. Lucas se escapó de la bandeja de llamadas recibidas, y se escondió en la ducha, aferrado a la amargura del fin de una historia repudiada, odiaba por la broma pesada que le jugó la vida, y él mismo.
Todos alguna vez hemos tropezado con el punto final de una historia, hemos protagonizado desenlaces llorones, y hemos gritado en el silencio por la rabia contenida de no poder recuperar lo imperdible. Me ha pasado a mí, y te ha pasado a ti que me lees. Posiblemente vuelvas a revisar tu celular, y el o ella, habrán huido con Lucas de la bandeja de llamadas recibidas.
A veces es válido aplicar la fórmula del payaso: reír mientras tu corazón y alma lloran. A veces es bueno dejar partir a los recuerdos que a diario nos martirizan. A veces sería estupendo no revisar más las últimas llamadas en el celular, y timbrarle a la felicidad que está de vacaciones. Quizá vuelva, quizá no. Suerte amigos…

PORSIACA. El último miércoles mientras alistaba un nuevo post me asaltó la mierda por un problemilla que afortunadamente maté. Eso me impidió escribir, mi mal humor me detuvo. Me disculpo en caso hayan esperado el post de la semana pasada y no lo encontraron. No volverá a suceder.

miércoles, 1 de julio de 2009

Mamacita con corazoncito...

Es guapísima, extremadamente bella, de curvas infernales y angelicales, es el dibujo perfecto de un sueño inolvidable, es de esas mujeres con las que cualquier hombre quisiera estar. Pero justamente eso es lo que ella detesta, odia que los chicos se le acerquen con la única intención de querer hacer cositas ricas. Y le jode, porque no es de las chicas que estilen tirar con uno y otro, es de las chicas que hasta antes de las múltiples decepciones amorosas -en los últimos cinco años- soñaba con el príncipe azul, pero entiendo ahora que alguien lo bajo del caballo.
Si tuviera que lanzar una moneda a la pileta y pedir un deseo, sería el no ser vista con ojos mañosos, de esos que la ven desnuda caminando por la calle, o sobre una cama, jadeando deseosa. Quisiera -con justo derecho de mujer- que le lleven flores, le dediquen poemas, canciones, ir al cine, a la playa, al parque, recibir serenatas, ser la media naranja de alguien, pero claro, sin que el conquistador disfrazado mire de reojo al depa o el hotel al quiere llevarla entre coqueteos y empellones.
Las veces que ella se enamoró se topó con unos tipejos, la engañaron, la sedujeron con el malévolo y pre fabricado propósito de llevarla a la cama. Algunos pocos -sospecho- lograron presentarse como hombres enamorados, encandilados por su corazón. Y ella, confiada en ese amor mentiroso, posiblemente se entregó, pero luego descubrió que ellos sólo querían intimar.
No pretende ser monja y tiene claro que seguirá saliendo a discotecas los fines de semanas y cheleará con sus amigos, pero nunca más quisiere sentirse en el mismo nivel que preservativo, no quiere que la usen y la desechen. No permitirá que ningún otro sujeto la maltrate, se protege siendo indiferente y dispara contra el príncipe que cabalga hacia ella.
Quiere, pero se rehúsa a creer en palabras bonitas, pues comprende que los chicos la utilizan para programar un tour sexual con ella, y sin consultarle. Aún gusta de los chicos guapos, pero de ellos, dice que son los peores.
Sabe que no puede retroceder el tiempo y vivir eternamente como niña, lejos de las curvas que enloquecen a los chicos con los que se cruza. A veces llora porque quisiera volver a jugar a las muñecas, pero no que jueguen con ella. Planea no tener hijos y seguir criando a su perrita. Y morir a los cincuenta, pues dice que no tolerará las arrugas en su rostro y cuerpo, y menos, los achaques que le regala la ancianidad.
“Es feo sentir que sólo te busquen para tirar. Me da coraje y los mando a la mierda”, me dijo la última vez que la vi, cuando se reprochaba porque aquel cuerpo que las gorditas envidian, es un desgraciado imán de deseos masculinos. Duda de la existencia de la amistad de los chicos, está convencida que navegará por aguas tormentosas siempre que cruce pasos con tipos pipilólogos.
Es cierto, no es la única mamacita con corazón, no es la única mujer que despierta sensaciones, y no será la última chica que desborde los límites de lo censurable. Ella es sólo una de muchas mujeres a quienes los chicos le sueltan los galgos, y ello se dará hasta el fin de los tiempos, Y chicos, si gustan un consejo: enamórense con los ojos cerrados.