miércoles, 25 de marzo de 2009

El tiempo se derrite

La última semana me encontré con un profe de primaria en la combi donde viajábamos. Sus canas me distrajeron, pero su rostro me atrapó y me recordó, sacudiéndome en el tiempo, que aquel era el profe de matemática que nos martirizaba de niños, hasta el punto de regalarnos pesadillas gracias a la vocación inconciente de satanizar los ejercicios de geometría.
Esta última semana, cruce mis pasos con los de una ex enamorada. Ella lucía guapísima, desprendida de la inocencia que me cautivó de adolescente. Incluso me contó que se había separado del papá de su hijo que tiene la misma edad que la nuestra cuando nos conocimos.
Esta semana mi hijo Manu me pidió un play station, regalo que espera recibir cuando cumpla seis años en agosto. Y mi hija, la bella Luna, no protestó por obsequios, pero acaba de cumplir diez meses. Con Luciana, mi esposa, celebramos su cumpleaños esta última semana. Ella si pidió regalo, y por eso luego de la pichanga de los viernes fuimos a chelear con Chicho, la china Pao, el pelao Lecca y el gran Chipinopo, amigos que coseché en los últimos ocho años.
Esta última semana, también, chequé el partido de la final entre el Niupi y el Franco Canadiense. Era increíble ver nuevamente -después de quince años- a Oliver Atto, Tom Misaki, Benji Price, el tonto chonguero de Bruce, Ralph, Richard Text y Steve Hyuga. Era genial ver cómo Oliver daba chance de ir a almorzar y regresar, ducharse, oír un sermón del Papa Benedicto XVI, y no hacer aún el famosísimo Tiro con Efecto. O en el caso de Hyuga, lanzar el Tiro del Tigre. Y recordar en un segundo un vida de miles de años.
Alex es mi amigo de barrio, y también en esta última semana me contó mientras cheleamos con Jayme que lleva ocho años de enamorado con Ruth, y que en abril planean casarse porque superaron con creces la barrera de la convivencia. Me alegra por el cabezón, y también por su futura esposa, quien además es mi amiga. Lo recuerdo de chibolo cuando nos conocimos durante las charlas de confirmación en la parroquia de Pomalca, y es que apenas cursaba el cuarto de secundaria.
Hoy por la mañana, al verme reflejado en el espejo, noté que mi cabello está creciendo y hace sólo dos meses visité la peluquería de Miluska (un gay amigo mío). Noté además que olvidé afeitarme la barba, vi que mi cuello dejó de serlo para dar espacio a una espantosa papada, y mis ojeras lucían radiantes. Al menos lo último no sucedía cuando estaba en el cole o la universidad.
Lo que trato de decir en estos primeros párrafos es que el tiempo tiene la insana costumbre de correr desenfadadamente, casi como maratonista irresponsable (mismo Forrest Gump). Pero que pocas veces advertimos que ya no somos los alumnos -peinaditos y uniformados- que atendían una adormecedora clase de matemática, o el novio calzonudo y pajero de la chica guapa del barrio, o que ya dejaste de ser enamorado, y te convertiste en padre y esposo.
Algunos suelen planear su vida, haciendo incluso un cuadro pormenorizado de lo que harán en los próximos diez años. Yo lo hice, pero no se dio como lo calculé. Y no me arrepiento, porque aprendí que la vida no te regala alegrías solamente porque sumas y restas tu vida a la perfección. A veces es mejor romper el molde y multiplicar ratos pintados de colores, como los que pierde Manu, y Luna mordisquea (alucinando que es su mamila).
Los años seguirán corriendo. Difícilmente vuelva a encontrar al profe de matemática, quizá la ex enamorada se vuelva a casar, es posible que el hijo de Manu lo joda con algo parecido al play station cuando mi nieto (asu, mi nieto) tenga seis años. Oliver, el de supercampeones, no envejecerá pero sospecho que habrá una versión mejorada del manga. En fin, insisto, los años correrán. Encontrémosle sentido a lo que hacemos para que los años que corren delante de nosotros no se burlen al llegar a la meta…

miércoles, 18 de marzo de 2009

El roche no es Munra

Desde que pisé por primera vez el jardín de la infancia, cuando apenas tenía cuatro años, supe que tendría dificultades para socializarme. No era una premonición, era algo real, casi podía palparlo. La razón por la que desembarqué en esta sospecha era el roche. Temía decir o hacer algo que entendía podría resultarle cómico a otros y convertirme en el tonto útil de aquellos que buscaban a un bufón voluntario.
Para entonces, prefería quedarme en casa a ver dibujos animados (Los Pitufos, Transformers, Thundercats) por la tele, antes que madrugar para ir tirado de la mano y somnoliento a una clase donde me darían las primeras armas para sobrevivir en este mundo. Hoy me recuerdo de niño, peinado como tonto, vistiendo un mandil celeste a cuadros, y con una lonchera que escondía la clásica gelatina y la no menos popular galleta de soda. Quizá por eso es que inconcientemente me sentía como un potencial bobo.
Solía quedarme callado antes de intervenir en clase. Prefería no ofrecerme como voluntario para ninguno de los ejercicios porque intuía que otros podían hacerlo mejor, o simplemente podían hacerlo, y yo no. Cuando respondía entre dudas, lo hacía obligado porque la profesora Mariela (en mi época aún no llamábamos miss a las profes) me señalaba, como invitándome a romper el silencio que abrazaba como almohada. Y cuando estaba de mal humor, me amenazaba, apuntándome con el arma de la desaprobación.
Los únicos ratos en los que no me sentía presionado era en el recreo. Era mi paraíso. Ahí podía ser yo, no temerle a nada. Todos, en ese rato de ocio, éramos cien por ciento niños, y no dedicados alumnos, obligados a no perder la concentración para hacer una figura geométrica, pintar algún dibujo, o escribir los números del uno al diez.
En la primaria me aterraba la idea de lanzarme (entiéndase por cortejar, afanar) a una chica. Tanto así que me inventé hasta tres novias, las que nunca se enteraron que estuvimos juntos. Pero fueron ellas, en diferentes grados, las que me ayudaron -sin saberlo- a empezar a matar el roche. Utilizaba mis habilidades en algunos cursos para participar con mayor frecuencia en clase, y así, atraer la atención de las diminutas féminas que me hacían babear. Funcionó como lo planeé.
Lo que todavía no podía superar era la barrera que me impedía invitar a una chica a bailar. Era toda una odisea. Era un ir y venir hacia ella y de ella. Me animaba el verlas guapísimas (con un ropa que ahora ya pasó de moda), y con caritas inocentonas (ahora sé que muchas de ellas son unas dulces diablillas). Ese roche lo enfrenté en una fiesta de tercero de primaria y gracias a los empellones de una profesora, que sujetándome fuerte del brazo me jaloneó para colocarme frente a una compañera, obligándome con una sonrisa amenazante a bailar con ella.
Aunque me hubiese gustado debutar en la pista de baile con una compañera guapa, me agradó la sensación de menearme al ritmo del baile del perrito, pese a que Agripina era mi pareja de turno en el dancing. Luego salté a las chicas lindas, y el roche del bailetón se resolvió, gracias a la iniciativa de la chinchosa de la profesora “cara de huaco”.
En la secundaria tuve que lidiar con las exposiciones, aquel ingrato ejercicio de pararte delante de una clase poblada por jodido compañeros, porque el profesor se aburrió de preparar un tema y nos chantó el chiste de hacerlo. Recuerdo que mi cuerpo temblaba, sudaba, evidenciaba espanto. La cosa empeoraba cuando olvidaba lo que había memorizado en casa para decirlo de paporreta de clase. Recuerdo que olvidé narrar cómo es que Grau perdió en el combate de Angamos y lo hicieron héroe. Recuerdo que quise cubrir ese vacío con una historia de Popeye, pues suponía que todos los marinos hacían lo mismo.
El roche de intimar con una mujer, a diferencia de mis compañeros de clase, no la superé durante el colegio. Tuve que esperar algunos años para hacerlo. Recibí múltiples invitaciones para visitar el burdel que quedaba en la salida sur de la ciudad, pero me rehusaba, hecho cuestionado por los pipilólogos clientes en que se convirtieron mis patas como el chino Delgado, Pacho, Yuri, el Ciego, y otros más.
La fobia generada por la matemática me empujó a decidirme por estudiar en la universidad una carrera ligada a las letras, aquel refugio donde no tienes que batallar con los números. En la academia pre empecé a asesinar el roche de afanar a las chicas, pero no como aficionado tontón, sino con interés de carácter de Estado. Y lo hice, tanto que yo mismo terminé sorprendido, pues en la universidad (sorry chicas) hice gala de lo que había aprendido como autodidacta en el arte de conquistar mujeres.
La universidad me sirvió también para perderle el miedo a exponer. En verdad, ya había empezado en la pre, cuando una profe -rubia, de curvas infartantes y otras cosillas espectaculares e incontables- me pidió -acariciándome el cabello y mirándome fijamente a los ojos- que le contará a mis compañeros quién michi era Dante Alighieri y Giovanni Bocaccio. En una dije: sí profe.
Ahora soy periodista, y miro a todos por igual. No me da roche hablar con el presidente de la República, congresistas, ministros, o con mandatarios de otros países. Y que esto último no suene como que soy un tipo pedante. Lo que trato de decir es que el roche es vulnerable, podemos matarlo si nos lo proponemos. Pero ojo, el roche se pierde cuando estamos preparados para afrontar una situación sin temores… Recordemos chicos, que el roche no es Munra, el roche no es inmortal.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Dulce pkdo...


Sus ojos preciosos son los culpables que frenara para verla de cerca, aquella primera vez en que nos cruzamos, hace poco más de tres años. Y aunque estas primeras líneas suenen románticas, no necesito remedar frases cursis para caerle en gracia a la peke, la causante que ahora esté escribiendo este post.
Ella es una de las pocas personas que lee este blog. Y yo, no por reciprocidad, leo el suyo (www.dulcepkdo.blogspot.com). Lo leo porque me atraen sus historias hot, esas que pretendo protagonizar con ella, pero que la peke ha sabido esquivar con el zigzagueo fugitivo de un ladrón. Ella es mi ladrona. Me robó el sueño, pero no el deseo de perderme con ella en medio del todo y la nada.
Acordamos en que ambos escribiríamos del otro en nuestro blog. Ella me adelantó y escribió sobre mí. Debo agradecerle no sólo los halagos mentirosos que anotó sobre el periodista que anhelo ser, y sobre la pasión desapasionada que le inyecto a mi trabajo; sino también por el deseo atrapado de escribir una historia hot inspirada en mí. No me rendiré tía.
Cada vez que leía su blog me la imaginaba haciendo todo aquello que describía con una memoria elefantiásica, sin dejar escapar ni un solo detalle de los encuentros furtivos que la enredaban bajo las sábanas. Y me la imaginaba porque no concebía que aquella mujer de apariencia diminuta y de rostro inocente, pudiese hacer todo ello que narraba. Era súper caliente.
Ella por su parte y ante la avalancha de jodas se blindó diciéndome a manera de pretexto que las historias hot eran ajenas, y no suyas. Pero claro, no le creí. Prefería seguir imaginándomela sedienta de placer.
En la universidad, por su don travieso, la bautizaron como la chica pecado. Para mí era un “dulce pecado”, par de palabras que fusionó y que luego llegó a utilizar en la dirección de su blog. Cuando trabajamos juntos en el mismo diario, coloqué -mismo coyote en busca del correcaminos- miles de trampas para atraparla, pero parece que las trampas eran marca Acme, que todas fallaban. Luego la peke se alejó del diario, y eran menos frecuentes las ocasiones en que podía descansar sobre sus ojos bellos.
Al empezar el año la peke viajó a Lima para una pasantía de un diario capitalino, ficho. Ahí ha aprendido algunos otros trucos de cómo hacer periodismo. La envidio. Y también la admiro. Sé que lo ha hecho bien porque la peke es buena, no sólo para escribir historias calentonas en el ciberespacio, sino también para redactar notas periodísticas.
Le pedí que se preparara para luego mecharnos en la cancha de preguntón a preguntona. Le dije que no le daría tregua, aunque sus ojos preciosos me lo pidieran. También le recordé que no declinaré en mi intención de seducirla. Hoy que falta poco para que deje Lima y pegue la vuelta a casa se anima la idea de verla nuevamente. Te espero, llámame…